15. La negación de la influencia del Templo en El Escorial

Los que niegan cualquier tipo de influencia del Templo en El Escorial –por desgracia así suelen plantear dicha relación, «o todo o nada», o conmigo o contra mí– no suelen argumentar demasiado sus afirmaciones. Al revés, no sólo no aportan pruebas documentales o empíricas, sino que dan por hecho que sus afirmaciones son tan absolutamente evidentes que nadie se dará cuenta de que son sólo opiniones.

El olvido del método documental y científico que les obligaría a aportar alguna prueba que apoye sus alegatos convierte muchas de las opiniones de este tipo en más propias de una tertulia veraniega que de una publicación seria.

A falta de pruebas de la tesis contraria al «salomonismo» escurialense, suelen usarse cinco argumentos: primero los prejuicios en ver el Templo de Jerusalén como un modelo bíblico, lejos del ocultismo y la magia, y la percepción de Salomón como un mago, no el rey sabio y prudente que veían en el XVI; segundo la falta de entendimiento del concepto de modelo arquitectónico en el Renacimiento; tercero la aparición del monumental tratado de Villalpando con su potente y distorsionada imagen del Templo de Jerusalén, que fue posterior a la terminación del monasterio; cuarto el pretendido antisemitismo de Felipe II, que nunca hubiera querido imitar a un rey judío; y quinto la idea que abunda entre muchos críticos de arte de que si una obra está influenciada o recrea una obra anterior tiene menos mérito artístico y puede caer incluso en el plagio.

15.1. Los recelos a la aceptación de un «salomonismo» biblista

Nunca he entendido del todo el miedo a aceptar las influencias salomónicas desde una vertiente biblista y religiosamente ortodoxa [377]. Es probable que la fuerza del texto de René Taylor tenga mucho que ver, porque desde entonces los –por desgracia– abundantes libros y páginas web que buscan al lector aburrido y ávido de encontrar conspiraciones esotérico-masónicas en la historia del mundo han relacionado hasta la saciedad Salomón y ocultismo.

¿Por qué se hace tan difícil de aceptar por algunos el que cuando Felipe II decide que quiere una Casa para Dios decida tomar como modelo la primera Casa de Dios en la Tierra según se describía en la Biblia o en los escritos del historiador judeo-romano Flavio Josefo, dado que se trata de una persona culta y experta en los textos clásicos y en las Sagradas Escrituras?

Probablemente sea por el miedo a que le «confundan de bando», dada la cantidad de libros (¿tal vez la mitad de lo publicado en los últimos veinticinco años sobre El Escorial?) que explotan con éxito un «salomonismo» mágico. Lo entiendo, a mí mismo me pasa: he dedicado mucho esfuerzo en distanciarme de estas posturas y, aun así, muchos aún me quieren incluir en ese grupo [378].

Se ha extendido demasiado esa necesidad de adscribirse al «bando de los no esotéricos» negando la relación de El Escorial con el Templo de Salomón, aunque para ello demuestren continuamente no conocer en absoluto el segundo. Y a veces creo que sin comprender el primero. Pero nunca leeremos un análisis de sus arquitecturas, de sus trazas o de sus medidas. Sólo negaciones generalistas de que tal relación es imposible dada la ortodoxa religiosidad de Felipe II.

Va siendo hora de que se pueda defender sin pudores la vía de un «salomonismo» biblista den­tro de la ortodoxia religiosa que, con mejor o peor fortuna, era el principal objetivo vital de Felipe II. Debemos diferenciar radicalmente los «coqueteos» que pudo tener Felipe II con la alquimia del piadoso deseo de construir a Dios una Casa en la Tierra que al menos tuviera la misma dignidad que la primera Casa que le levantó Salomón en Jerusalén.

[377] Una muestra de ese miedo puede verse en la forma en que H. Kamen (Enigma, págs. 113-115) niega que El Escorial sea una reproducción del Templo, ya que a mediados del siglo XVI no se hizo «ni una sola referencia oral o escrita, ya fuera en España o en el resto de Europa, acerca de una posible conexión entre el templo judío, que una vez había existido en la ciudad histórica de Jerusalén, y el monasterio que se alzaba en las montañas de las afueras de Madrid». Ya hemos visto y veremos más adelante que esto no es cierto en absoluto. Otra es la explicación de la presencia de las estatuas de los Reyes de Judá: «la razón de que fueran esculpidas estas estatuas es muy simple y nada tie­ne que ver con influencias esotéricas» (ibídem, pág. 123). ¿Sólo se pudieron esculpir por esa razón tan simple que no concreta o por influencias esotéricas? Kamen sólo afirma, como hemos visto antes, que fue una idea exclusiva de Montano sin ninguna participación de Felipe II, pero sin aclarar la razón por la que se pusieron o mantuvieron.
[378] Por ejemplo, hace años me entrevistaron para el programa de televisión Cuarto milenio (episodio 1T.27 «Lugares de poder», en 2005) seguramente pensando que alimentaría con argumentos arquitectónicos el edificio mágico que querían presentar. Finalmente, mi intervención fue recortada hasta lo anecdótico, probablemente porque no encajaba en su presentación y en su filosofía.

La idea de que Salomón era tenido por un mago en los ambientes humanistas de la Europa Occidental del siglo XVI no se puede sostener más que desde la florida historia de la pseudo-literatura apócrifa [379]. Al contrario, el prestigio del rey Salomón como figura justa, sabia y prudente, y el constructor de la primera morada de Dios en la Tierra es del todo innegable. La Biblia tiene un libro completo (el Libro de los Proverbios, uno de los Sapienciales) que dedica gran parte de sus versículos a la sabiduría y que se atribuía tradicionalmente a Salomón, porque el rey judío era para el cristianismo un paradigma del sabio antiguo, a la altura de los grandes sabios grecolatinos.

Yo no he visto ninguna referencias a la magia en ninguno de los numerosos libros de esa época que he leído sobre el Templo o sobre Salomón, sólo en libros de siglos posteriores y especialmente de estos dos últimos siglos. Pese a ello, a base de repetirse, parece que la idea ha calado profundo y se ha convertido en un lugar común, incluso entre los historiadores más serios.

[379] H. Kamen (Enigma, pág. 115) cree que «desde la Edad Media, el nombre de Salomón había estado vinculado a los temas de sabiduría, magia y brujería». No creo que esto sea sostenible con fuentes anteriores a 1560. Las dos únicas excepciones que se me ocurren son de influencia musulmana, pero no esotérica: el Corán y los manuscritos de Sacromonte. Kamen cita el catálogo de la exposición «The Garden, The Ark, The Tower, The Temple, biblical metaphors of knowledge in early modern Europe» (1998).

Pero ese «Salomón mago» es sólo una aportación del esoterismo del XVIII y la credulidad del XX y el XXI. Defender un Templo de Salomón masón y ocultista en el XVI se­ría tan cronológicamente inconsistente como defender que los primitivos pueblos adoradores de la Luna en realidad adoraban la Gravitación Universal que mantiene atado el satélite a la Tierra.

El esoterismo se ha convertido en un género ligero y entretenido, ideal para los suplementos dominicales, y tiende a contagiar a muchos de los estudios más serios. Tal vez así a algunos críticos y estudiosos de Felipe II les ha parecido menos integrista –como diríamos ahora–, o más simpático o interesante. O tal vez sólo se haya buscado atacar las contradicciones y «supersticiones» del catolicismo criticando por hipócrita a uno de sus mayores valedores.

Pero, sobre todo, no hay ningún testimonio de que nadie que fuera objeto de comparación con Salomón pudiera haberse sentido molesto o incómodo por ese supuesto perfil ocultista de la figura bíblica. Aunque no hayamos encontrado ninguna referencia directa al rechazo a compararse con Salomón, sin duda habríamos encontrado en los numerosos estudios sobre el Templo de la época algún tipo de defensa más o menos velada contra ese «Salomón mago» [380].

Estoy totalmente convencido de que en esa época sólo se tomaban en serio los relatos bíblicos de Salomón que le señalaban como un hito legendario de figura sabia y prudente en el gobierno, un espejo de virtudes para cualquier gobernante de la época.

[380] Si realmente fuera verdad que «Salomón había estado vinculado a los temas de sabiduría, magia y brujería» seguro que Arias Montano, Villalpando, Fray Luis de León o cualquiera de los numerosos intérpretes del Libro de Reyes, de los Proverbios, el Eclesiastés, la Sapiencia o el Cantar de los Cantares (Salomón desde luego estaba de moda en el XVI) hubieran hecho algún tipo de comentario, desde la naturalidad, la ingenuidad, la defensa o la crítica. Pero me temo que no los hay.

15.2. El Templo bíblico como «modelo arquitectónico» de El Escorial

Tras haber demostrado cómo Felipe II tomó al sabio Salomón como un modelo moral y de virtudes, me gustaría hacer una reflexión sobre el uso de modelos en el Renacimiento. Un «modelo arquitectónico» en el siglo XVI era un edificio, normalmente paradigmático o arquetípico, que servía como guía de inspiración para crear una obra nueva, totalmente diferente.

Podemos poner como ejemplos el Panteón de Roma para la cúpula del Vaticano y del Escorial o el templo redondo períptero descrito por Vitruvio para el templete de San Pietro in Montorio de Bramante o, de forma más libre, el Templete de los Evangelistas escurialense. Por eso –entre otras razones– es absurdo hablar de un supuesto interés en la reconstrucción del Templo de Jerusalén. San Pedro o El Escorial tampoco querían ser una reconstrucción del Panteón, ni el templete de Bramante o el de Herrera intentaban reconstruir el templo vitruviano.

Templete de San Pietro in Montorio de Bramante en Roma (1502-1510), patrocinado por los Reyes Católicos, Templete de los Evangelistas, en El Escorial (1586), y vista general del templo redondo períptero de Vitruvio (Diez libros, IV.8) según Carlo Amati (1776-1852)

Los arquitectos renacentistas procuraban mantener una imagen literaria y erudita, lejos de limitarse a reproducir las ruinas de la Antigüedad greco-romana. Sus creaciones buscaron siempre un modelo ideal o idealizado, consiguiendo sistematizarlos y plasmarlos de forma teórica en los numerosos tratados de Arquitectura de la época y en las nuevas tipologías arquitectónicas. El arquitecto humanista no quiere copiar el modelo de forma literal, sino tipológica [381].

La elección de un modelo implica siempre un juicio de valor que reconoce su perfección o ejemplaridad. Hemos visto como el Humanismo erasmizante gustaba de usar tanto modelos clásicos como bíblicos para sus modelos ejemplarizantes [382]. En este caso el modelo buscado era el de la Iglesia como simbólica «unión de almas» y como Casa de Dios, y finalmente –como consecuencia difícilmente evitable– como modelo arquitectónico.

Voy a repetir una frase de la introducción que con lo dicho aquí podrá entenderse mucho mejor: «el Templo de Jerusalén fue el modelo que se tomó inicialmente para las primeras ideas arquitectónicas por­que se adaptaba al concepto de Templo como Casa de Dios que se buscaba para El Escorial».

Dado el gusto del erasmismo en fusionar el mundo clásico y el bíblico, es lógico que ese particular humanismo del norte de Europa propusiera a Felipe el Templo de Jerusalén como modelo y a Salomón como espejo. Además, el Segundo Templo de Jerusalén se construyó durante la dominación romana de Judea, en un significativo ejemplo de coincidencias de estilos y esquemas modulares, lo que po­día servir de paso para defender el clasicismo romano, pese a su paganismo.

[381] L. Quaroni, Proyectar un edificio, nota-ficha sobre «tipo» y «modelo», págs. 86-91.
[382] En este sentido, M. Bataillon (Erasmo y España, pág. 27, n. 21) recoge una carta de Erasmo al obispo de Cambrai proponiendo como modelos de latinidad a Ambrosio, Paulino, Prudencio, Juvenco, Moisés, David y Salomón. J. L. Gonzalo (Erasmismo, págs. 22 y ss.) señaló cómo el círculo de maestros erasmista que Carlos V buscó para su hijo desde 1528 propuso inicialmente al príncipe modelos grecorromanos, desde Marco Aurelio, Alejandro Magno hasta Hércules. Durante el Felicissimo viaje se introdujo a Salomón por la cuestión sucesoria y en Inglaterra se le acompañaría de la cuestión de la reconstrucción del Templo como nexo espiritual de la contrarreforma.

15.3. La reconstrucción de Villalpando es posterior a El Escorial

René Taylor, tras su estudio sobre la estética del padre Juan Bautista Villalpando, lanzó sin aportar pruebas la hipótesis de que tal vez los bocetos de su reconstrucción del Templo (publicada en 1604) circularan como bocetos o maquetas antes de que vieran la luz en los tres magníficos libros que fueron financiados personalmente por el propio Felipe II. Y añade que puede que esos bocetos influyeran en El Escorial (cuyo proyecto es, nada menos, que ¡de 1561!).

Láminas con la reconstrucción de Villalpando en la edición alemana del Biblisches Wörterbuch (Diccionario histórico de la Biblia), de Augustin Calmet (París, 1730)

Esta atractiva pero peregrina hipótesis caló rápidamente entre la rama esotérica de los estudiosos de El Escorial, pero también fue utilizada como prueba contraria por los que negaban ninguna relación de El Escorial con el Templo de Jerusalén precisamente para atacar esa hipótesis [383].

Evidentemente, las dos hipótesis son falsas: ni los dibujos de Villalpando pudieron tener ninguna influencia en El Escorial, ni ello descarta que El Escorial pueda estar influenciado por otras reconstrucciones literarias o dibujadas del Templo. No creo que desmontar estas dos hipótesis requiera de más argumentación.

[383] Por ejemplo G. Kubler, El Escorial, págs. 69-70: «Siempre que un rey construye, surge el recuerdo de Salomón [...] la estatua que representa al rey bíblico [...] fue una idea tardía, anterior a 1580, pero ausente del primitivo dibujo herreriano de la fachada [...] Igualmente posterior a la edificación de El Escorial es la lujosa publicación (1598-1604) de un estudio que reconstruye con mucha imaginación el Templo de Jerusalén».

15.4. ¿Felipe II no era antisemita?

Según el padre Sigüenza, el rey tenía conocimientos de hebreo, lo que contrasta con su pretendido antisemitismo [384]. En realidad, ello no era nada raro en esa época de estudios bíblicos, aunque sí algunos años más tarde.

Felipe, como vimos, siempre ejerció como rey de Jerusalén, aunque sólo pudiera hacer uso simbólico del título. El ser Tierra Santa la cuna del cristianismo es la explicación más lógica al interés de Felipe por Israel y el hebraísmo, y resulta difícil buscar heterodoxias en este hecho.

Podríamos entender mejor desde este ángulo ciertas actitudes de Felipe II ante el judaísmo, como el apadrinamiento del bautizo de un rabino en 1589, realizado entre grandes fastos en El Escorial con el rey y la infanta como padrinos: «Estos días se convirtió a nuestra Fee Católica un gran judío y gran rabbí y letrado en su ley, y muy principal y hombre que mandaba muchísimo dinero; y el rey Católico por todo ello le quería y tenía voluntad. Quísose bautizar y ser cristiano, y el rey Católico, con la serenísima Infanta fuero sus padrinos» [385].

Como vemos, Felipe II no era estrictamente antijudío, sino que –como Salomón– estaba en contra de la diversidad religiosa en sus reinos. Debemos re­cor­dar que en 1592, ocho años antes de su publicación de su crónica sobre El Escorial, la Inquisición juzgó a Si­güen­za por judaizante, el mismo cargo que se imputó a fray Luis de León y a Arias Montano veinte años antes. Está probada la intervención de Felipe II en estas disputas en favor de sus dos bibliotecarios [3].

El rey aún no había cumplido los 22 años cuando era agasajado en los Países Bajos como un nuevo Salomón, tenía 32 años durante las primeras trazas de El Escorial, 49 cuando fray Luis de León fue encarcelado por la Inquisición acusado de judaizante, y vio poner la última piedra del Monasterio con 57 años, sólo 14 años antes de morir con 71 años. La madurez y la experiencia con la Inquisición aconsejarían prudencia con las fuentes judías a Felipe II.

[384] J. de Sigüenza, Fundación, III.XVII, pág. 187.
[385] J. de Sepúlveda, Historia, pág. 74.
[386] B. Rekers (Arias Montano, págs. 80 y 96) recoge una carta de Fuentidueñas, confidente de Montano frente a León de Castro, al secretario real Zayas sobre la Políglota de Amberes: «V. m. podría re­mediar este negocio hablando al Sr. Inquisidor General y diciéndole lo que pasa, no trayéndome a mí por autor, porque ello es público en Salamanca», y otra de Montano al mismo rey, en la que en un tono familiar le pide que sea el mismo inquisidor general el que interceda por la Biblia Real, tras la que gozó de una cierta seguridad: «A V. Mgd. le suplico le encomiende esta causa, puesto que él ter­ná cuidado della». G. de Andrés (Proceso, págs. 194-195) cita un memorial de Gutiérrez Mantilla al rey para que terciara en el asunto: «No sé si vuestra Magestad habrá entendido que estos días pasados se ha descubierto una doctrina que ha escandalizado el colegio [...] El Padre prior ha hecho su diligencia claramente y con celo del servicio de nuestro Señor y de vuestra Majes­tad, juntando buen número de ellas y vístolas él mismo y mandándome a mí las viese y censurase [...] De parte del prior están ya en la Inquisición de Toledo. Suplico humildemente a vuestra Majestad mande al prior no se descuide en esto, pues no importa menos que la conservación de la fe».
Fray José de Sigüenza, fray Luis de León y Benito Arias Montano

15.5. ¿Pero entonces El Escorial es una copia?

¿Podemos reducir la idea o el significado de El Escorial a la imitación del prototipo hierosolimitano? ¿No quedaría entonces reducido a una fría copia, por muy solemne que ésta fuera? Me gustaría reflexionar aquí sobre la importancia de la originalidad en la creación artística.

La recreación de obras anteriores es un hecho más que habitual a lo largo de la Historia del Arte, pero el problema surge cuando se olvidan las fuentes y parece querer ocultarse el origen evocado.

Por ejemplo, todos sabemos que West Side Story fue una recreación de Romeo y Julieta, pero puede que no mucha gente sepa que Shakespeare se basó en la obra Las vicisitudes efesias de Anzia y Abrocomas del novelista griego Jenofonte de Éfeso, texto que a su vez fue ampliado por Masuccio de Salerno y por Luigi da Porto en los siglos XV y XVI [387].

Desde luego, parece fácil olvidar las fuentes. Las Rimas de Jenofonte, por otra parte de desigual valor literario, dejaron de leerse hace ya muchos años. Y ya casi nadie recuerda a Josefo más que por haber citado a Jesús de Nazaret en una de sus obras. Para algunos, éste controvertido pasaje ha sido el más estudiado de toda la literatura occidental, ya que hubo un tiempo en que en Francia, en Holanda o en Inglaterra cada familia poseía su Josefo junto a la Biblia. Era el «quinto Evangelio» de la Contrarreforma. Sólo el siglo XX, desconsiderado con las Humanidades, fue olvidándose de su lectura.

[387] Es probable que muchos piensen que la obra de arte surge de la nada, del impulso creador del artista y su musa, por lo que menoscaban por plagio las influencias, las inspiraciones, los ejercicios de estilo, los homenajes y las recreaciones, dejando en muy mal lugar a Le Corbusier, Picasso, Manet o al mismo Shakespeare. Véase como ejemplo mi artículo «Le Corbusier y el Manierismo», donde sostengo que el Mundaneum está basado en la planta de El Escorial.

Van Gogh copió sin tapujos a Jean Francois Millet apenas veinte años después en una buena parte de su producción pictórica, y Dalí sintió la misma fascinación por el Angelus de Millet, que reinterpretó en al menos diez ocasiones. Antonio Gaudí, ese gran reinventor del gótico, hizo en este sentido una famosa afirmación: «La originalidad es volver al origen; de modo que es original aquel que, con sus medios, vuelve a la simplicidad de las primeras soluciones».

De poco le sirvió a Manet para reivindicar el clasicismo de su pintura el explicar que a la hora de inspirarse para su Desayuno en la hierba se había basado en obras tan reconocidas como El juicio de París, un grabado del siglo XVI de Marco Antonio Raimondi, a su vez tomado de uno de Rafael, y el Concierto campestre de Giorgione. Picasso pintó también un homenaje a la pintura de Manet y la tituló sin ningún pudor Desayuno en la hierba. Se dice que en la época de Picasso, los pintores de París ponían sus cuadros del revés cuando iba el pintor, porque el malagueño los analizaba, los robaba, los mejoraba, los transfiguraba.

A la luz de la planta final del proyecto, resultaría erróneo reducir El Escorial a un ejercicio de «reconstrucción imaginaria», al estilo de los grandes ejemplos posteriores, como el del Partenón, ya que el Templo había sido destruido 1.500 años antes y la arqueología de los Santos Lugares era algo impensable. Esa posibilidad debía ser sustituida por la inspiración en las imágenes de Biblias y libros de estampas, así como de los cuadros en los que aparecía Jerusalén.

Todo indica que no se trató de reconstruir literalmente el Templo de Jerusalén. Y, sin embargo, el origen del esquema arquitectónico de El Escorial surgió de la expresión de esa idea básica, esa «espoleta generativa». El complejo programa del palacio-monasterio así lo requeriría. Incluso siendo el primero en reconocer la gran importancia de la idea en la génesis del proyecto, un edificio tan complejo no pudo ser sólo el resultado de una súbita inspiración. No debemos reducir, por tanto, la ideación de El Escorial a la recreación de su modelo.

El intrincado desarrollo del proyecto a lo largo de los años tiene más el carácter de una elaboración, de un trabajo «artesanal» de ornamentación, que el de una tarea hecha para que el artista abra su alma, como un pintor o un músico moderno. Y sin embargo, la coherencia y brillantez de El Escorial estriba precisamente en no haber perdido la idea básica a lo largo de ese desarrollo y en la consecución de su potente imagen final.