Antes de seguir, me gustaría hacer una puntualización. Los libros de divulgación sobre el asunto, incluso los aparentemente más serios, suelen basarse implícitamente en dos silogismos que podrían resumirse así: «El Templo de Salomón era un edificio hermético y ocultista. Como en esa época la gente culta estaba abierta a ciertas ideas de origen arcano, el Templo de Salomón pudo estar en la mente de Felipe II y por lo tanto el Monasterio ser un edificio mágico» [157].
El bando contrario tendría este otro silogismo: «El Templo de Salomón era un paradigma del hermetismo y el ocultismo. Dado que Felipe II se oponía totalmente al ocultismo, es imposible que aceptara que El Escorial se basara en el edificio bíblico».
El lector se habrá percatado de que tanto unos como otros se basan en la misma premisa, que ya adelanto considero totalmente falsa. El Templo de Jerusalén, al menos para los hombres del siglo XVI, no era un edificio hermético o mágico. Era la primera casa que –según la Biblia– Yahvé ocupó en la Tierra para vivir entre su pueblo. Y Salomón no era ni mucho menos un mago ni un masón [158], al menos no para los humanistas del siglo XVI, sino que era un prestigioso rey de la antigüedad bíblica, modelo y espejo de sabiduría y prudencia en el gobierno [159].
Por eso criticaré directamente en los próximos capítulos el engañoso trabajo de René Taylor, que con los años ha conseguido que cuaje entre estudiosos y lectores la idea de El Escorial como un centro mágico. Todavía me parece increíble que un estudio con tan poca base documental sobre el Monasterio y tantas alegres alusiones a un Renacimiento donde todo parece ser mágico y hermético pueda haber calado tanto entre los investigadores de El Escorial.
También valoraré las opiniones que Henry Kamen ha expuesto en su último trabajo sobre El Escorial y el Templo de Salomón, sobre todo porque no entiendo su incapacidad de separar el «salomonismo» bíblico del mundo mágico y esotérico, de ver que hay un Templo de Jerusalén religioso y ortodoxo que encaja perfectamente con la personalidad de Felipe II y con la arquitectura de El Escorial.
En cualquier caso, me gustaría resaltar aquí que, con la excepción del asunto salomónico, su trabajo es muy brillante y novedoso, totalmente imprescindible y –a diferencia del de Taylor– muy riguroso.
Sin embargo, debo reconocer también errores propios. La lectura del texto de Kamen me ha hecho reflexionar sobre hasta qué punto los acontecimientos del funeral de Carlos V pudieron ser la espoleta generativa de El Escorial. Llegué a afirmar que «el 29 de diciembre de 1558, mientras atendía al funeral de su padre, a Felipe se le ocurrió la idea que necesitaba, y que tal vez había ido cristalizando en su mente. Iba a crear la tumba de su padre basándose en el ejemplo más prominente de arquitectura religiosa: el Templo de Jerusalén» [160].
Me temo que, leída esta afirmación años después, la afirmación no tiene bases científicas que la sostengan. Como dice Kamen, es cierto que «no hay ningún documento que sugiera que a Felipe se le ocurrió alguna idea en esos momentos» [161]. Fue un exceso, y reconozco mi error. En los próximos capítulos trataré de explicar cuál fue el proceso de generación de la idea de El Escorial.
La Carta de Fundación señalaba que el Monasterio se dedicaba a San Lorenzo, pero sin incluir directamente la consabida idea de que en su festividad las tropas de Felipe II derrotaron a las francesas en San Quintín. Algunas fuentes de la época lo relacionaron también con la posibilidad de que las tropas arrasaran una iglesia dedicada al santo, por lo que el rey haría un voto a San Lorenzo, aunque esto ya fue discutido por el mismo padre Sigüenza en su época [162].
En esta carta fundacional, firmada por Felipe II el 22 de abril de 1567, cuatro años después del comienzo de las obras, el rey cita como las «consideraciones» por las que se fundó y edificó El Escorial el agradecimiento a Dios por los beneficios obtenidos, por mantener sus Reinos dentro de la fe cristiana en paz y justicia, para dar culto a Dios, para enterrarse en «una cripta» el propio rey, sus mujeres, hermanos, padres, tías y sucesores, y donde se dieran continuas oraciones por sus almas:
Reconocimiento de los «muchos y grandes beneficios que de Dios nuestro Señor habemos rescibido» y «cuánto Él ha servido de encaminar y guiar los nuestros hechos, e los nuestros negocios a su santo servicio».
Por «sostener y mantener estos nuestros Reinos es su sancta Fee y Religión, y en paz y en justicia».
Porque a Dios le agrada que le edifiquen y funden iglesias «donde su sancto nombre se bendice y alaba» y donde los religiosos den ejemplo de fe.
Para que «se ruega e interceda Dios Nuestro Señor por Nos e por los reyes nuestros antecesores e subcesores, e por el bien de nuestras ánimas», según la orden dada por el Emperador «en el cobdecilo que últimamente hizo nos cometió y remitió lo que tocaba a su sepultura y al lugar y parte donde su cuerpo y el de la Emperatriz y Reina, mi señora y madre, había de ser puestos y colocados».
Y para que «por sus ánimas se hagan y digan continuas oraciones, sacrificios, conmemoraciones e memorias [163].
La Carta de Fundación sólo señala más adelante que El Escorial se «fundó a devoción y en nombre del bienaventurado Sact Lorenzo por la particular devoción» al santo del rey y «en memoria de la merced y victorial que en el día de su festividad de Dios comenzamos a recibir» [164]. Como vemos San Quintín no se cita más que indirectamente, tal vez por evitar citar una batalla entre los motivos de fundación de un edificio religioso.
Las guías de visita a El Escorial repiten sin excepción la victoria en San Quintín como causa principal hasta el punto de señalar que, por ganarse en el día de San Lorenzo, el Monasterio se hizo con forma de parrilla, probablemente por el atractivo y simplicidad de la historia.
Sin quitarle importancia a este momento, que se destacó desde entonces como la primera batalla importante que ganó el joven rey, lo cierto es que San Quintín cayó realmente el 29 de agosto, y el 10 de agosto Felipe estaba en Cambrai, a cuarenta kilómetros de la batalla. Ese día sólo fracasó estrepitosamente el ataque francés sobre el cerco.
En una carta a su padre con fecha 11 de agosto el rey escribía: «Mi pesar de estar ausente supera a cuanto Vuestra Majestad pueda suponer». Felipe se sentía observado por el Emperador y por toda la corte, además de por sus enemigos. Ahora era ya rey y era su primera gran batalla, la primera vez que debía probarse a sí mismo y competir con la sombra de su padre [165].
Pero la guerra quedó muy lejos de acabar. Para los franceses la batalla fue una gesta de resistencia ante un ejército muy superior que disuadió a Felipe de continuar hasta París. En el año siguiente se pierde Calais y se vence en Gravelinas, aunque Francia recuperará la plaza como uno de los acuerdos de la Paz de Cateau-Cambrésis en abril de 1559. Autores como Hernández Ferrero creen que la batalla de San Quintín fue de consecuencias más bien modestas dentro del teatro europeo del siglo XVI [166].
En realidad, como la batalla no modificó en nada el escenario europeo, el principal rédito que se sacó de San Quintín fue obligar a Francia a firmar una paz duradera con España. El papado, el otro gran enemigo de la corona española junto con el Turco, también tuvo que capitular con España, al perder el apoyo francés.
El duque Manuel Filiberto de Saboya, primo del rey, gobernador de los Países Bajos entre 1555 y 1559, comandante del ejército imperial y fiero combatiente en San Quintín, recuperó su ducado y casó con Margot, hermana del rey francés, y ya en Italia, dedicó una iglesia a San Lorenzo en Turín, su nueva capital. Felipe se casó con la primogénita de Enrique II y Francia dejó de ser un peligro.
El problema es que San Quintín, pequeña ciudad cercana a París (la toma de la capital sí que hubiera justificado el levantamiento de un monumento) y que setenta años antes había sido un pequeño estado flamenco, parece un desencadenante muy pobre para lo que fue finalmente El Escorial. Una obra que comprometió tantos recursos en tiempo y dinero al rey no se pudo construir sólo para agradecer a San Lorenzo esa victoria.
Y en cuanto a la parrilla de San Lorenzo, que según la tradición fue martirizado en una el 10 de agosto del año 258, llegando incluso a pedir que le tostaran del otro lado, hoy sabemos por Attwater que en realidad el santo fue decapitado [167]. Además, como veremos, el proyecto original del monasterio no guardaba ningún parecido con una parrilla.
En mi opinión el señalar para la posteridad de una manera tan directa la fecha de esa batalla tiene mucho de afrenta a los franceses, dejándoles claro que Dios se había puesto de su lado. No en vano, durante algún tiempo Felipe llamó al Monasterio «Sant Lorencio de la Victoria».
Sin embargo, pronto perdió sus resonancias guerreras, probablemente por respeto a la reina Isabel de Valois, hija del rey vencido, y porque el monarca estaba más cómodo en posiciones pacifistas [168].
Algo parecido puede decirse del destacar ante los protestantes que la victoria fue conseguida gracias a la intercesión del santo del día de esa batalla, San Lorenzo, poniendo su nombre al edificio al que se dedicaba [169]. La posibilidad de que los santos pudieran interceder ante Dios por los hombres estaba muy cuestionada por la Reforma protestante. Sin duda fueron gestos de los que se sacó gran provecho propagandístico para la causa católica.
Esta idea del apoyo divino, tan típicamente providencialista en Felipe II, se acabó convirtiendo en un eslogan para turistas, con lo que perdió todo su empaque. Pero ya he señalado más arriba que el agradecimiento a Dios por esta victoria no justifica por sí sólo el levantamiento de un complejo tan costoso como El Escorial. Por contra, creo que esa idea unida a la construcción de una tumba para la familia de Carlos V sí que lo justifica.
El motivo por el que Felipe decidió unir el deseo de su padre con el suyo propio del agradecimiento a Dios por los favores recibidos en las primeras batallas en el mismo edificio es algo a lo que nadie parece haber dado demasiada importancia. Perfectamente podría haber levantado dos edificios diferentes, lo que le hubiera permitido explayar su afición a la arquitectura.
Estoy convencido de que el monasterio dedicado a San Lorenzo hubiera sido mucho más modesto que su tumba familiar, pero nunca lo sabremos con certeza. Creo que el destacar el agradecimiento al Señor a través de San Lorenzo se usó para dejar claro que El Escorial era un edificio levantado en honor a Dios, aún más, como Casa para Dios [170].
Así, las tumbas –humildemente escondidas bajo el altar hasta la construcción del Panteón en el siglo XVII, pero con unos espectaculares cenotafios adorando al Sagrario– y el palacio privado –con también humildes acabados, pero con unos espectaculares oratorios ante el altar– se subordinaban al Templo, única parte de El Escorial decorada con mármoles polícromos, participando tangencial pero no directamente de su grandeza.
Veamos cómo la cronología puede ayudarnos a centrar el asunto:
2 jul. 1557: Felipe II hace testamento en Londres para enterrarse en la Capilla Real de Granada, como sus abuelos paternos.
10 ago. 1557, San Lorenzo: fracasa el ataque francés al cerco de San Quintín.
27 ago. 1557: asalto y victoria de San Quintín; Felipe II llegó el día 15.
21. sep. 1558: Carlos V fallece en Yuste tras dictar un nuevo codicilo [171]
8 dic. 1558 (aprox.): Felipe II se entera en Grunendal del fallecimiento de su padre.
29 dic. 1558: Exequias de Carlos V; sermón de Richardot sobre el Templo.
3 abr. 1559: Paz de Chateau-Cambresis; Francia recupera San Quintín.
15 jul. 1559: cédula desde Gante nombrando arquitecto a Juan Bautista.
Es decir, que desde la Batalla de San Quintín en 1557 hasta la contratación del arquitecto en 1559 pasaron cerca de dos años. Sin embargo, desde el conocimiento del fallecimiento del Emperador hasta esa contratación sólo pasaron poco más de seis meses, tiempo en el que debió sopesar las diferentes opciones que tenía. ¿Por qué tardó tanto en cumplir su deseo de conmemorar la festividad de San Lorenzo y tan poco en cumplir el deseo de su padre?
Mi sensación es que el rey no sólo entendió perfectamente el párrafo del sermón que Richardot le dedicó directamente a él («comme Salomon aprés le trespas du pere, edifia & dedia ce beau temple en Hierusalem: ainsi, que Vostre Majesté Roiale, après luy, emploieroit ses biens, & ses forces, pour estançonner les ruines du vrai temple de Dieu, qu'est l'Église»), sino que debió impresionarle y hacerle reflexionar sobre exhortaciones parecidas que había recibido en España, Inglaterra y Flandes.
Él, que había sido ya retratado como un nuevo Salomón en Gante, cuajaba por fin la idea que le permitía, en un mismo edificio, cumplir su deseo de agradecer a Dios su victoria de San Quintín, enterrar con la dignidad de un Emperador a su padre y construir –como primero hizo Salomón– un Templo a Dios que sirviera como modelo a la nueva iglesia que se estaba refundando.
La decisión de cómo enterrar a su padre ya no podía demorarse más y, en reali-dad, ya tenía buenas ideas de por dónde empezar. Solo necesitaba un arquitecto que empezara a plasmar todas sus intenciones sobre el papel. Por eso el programa de El Escorial es tan complejo, y por eso es tan difícil ser reduccionista con sus intenciones [172].
Kamen también cree que la génesis de la idea de construir El Escorial fue un proceso ascendente que arranca en los estudios de arte y arquitectura del joven príncipe Felipe, se consolida con su contacto con la arquitectura renacentista europea en Milán, los Estados Alemanes, Inglaterra y los Países Bajos y se concreta tras la batalla de San Quintín, el 10 de agosto de 1557, que hace a Felipe reflexionar sobre los favores dados por Dios en esa batalla y busca agradecerlos con la construcción de un monasterio sin demora [173]. Señala también que es falso el que Felipe II quisiera hacer un panteón real.
Una tumba real en esa época no se entendía en otro lugar que en una lujosa capilla o, mejor, en un gran templo. Carlos V dejó claro en su último testamento del 7 de septiembre de 1558 que no quería una capilla ni una catedral, como en su momento previó en Granada junto a sus padres y abuelos, ciudad que ahora rechazaba explícitamente. Quería una fundación, un edificio creado ex-novo [174].
Los Habsburgo, a base de matrimonios y no de conquistas, se habían convertido en la mayor dinastía europea de la época: unían bajo su corona Borgoña, Austria, los Países Bajos, Aragón, el sur de Italia y Castilla, que había recuperado Granada y descubierto América. Y Carlos V había sido además Emperador de Alemania.
Una figura tan importante no podía enterrarse en una capilla en Granada junto a los reyes de Castilla y Aragón, o con los antepasados borgoñones en Dijón, o con su abuelo Maximiliano en Innsbruck. Lo cierto, es que justo antes de morir, Carlos V cambió de opinión y dejó la decisión en manos de su hijo, con la única condición de que fuera un edificio de nueva construcción. Sin duda, un reto para un gran amante de la arquitectura como lo era Felipe II.
Felipe II dejó bien claro que quería además que en los actos fúnebres se hiciera adoración perpetua a Dios, es decir que continuamente y a todas horas se hicieran misas de difuntos adorando a Dios, presente en el Sagrario en la Hostia Consagrada, pidiendo al Altísimo por las almas de los allí enterrados. Se reza a Dios, pero se reza también por el alma de los difuntos.
El Escorial entero está vertebrado en torno al Templo y las tumbas reales: la Basílica-tumba concebida como un todo único, inseparable, en un único espacio arquitectónico donde el Templo se construye sobre las tumbas, que a su vez dan sentido al Templo. Estas sutilezas y finalidades circulares se repiten constantemente en El Escorial. Felipe II quiere levantar la mejor de las tumbas, por lo que levanta simultáneamente el mayor de los Templos, mezclando las dos ideas: una tumba junto a la Casa de Dios, un Templo junto al panteón familiar.
Esa misma cuidada –e interesada– ambigüedad la encontraremos también en el dormitorio real. Felipe II quiere un aposento austero, pero construye a su lado un lujoso y costosísimo oratorio que le permite disfrutar de la ornamentación del magnífico Templo a pocos metros de su cama, aprovechándose de que su religiosidad y su pía beatería no sólo se lo permitían, sino que quedaban ensalzadas. El lujo de la celda del prior es una muestra interesada de ese contraste.
A partir de ahí surgen otras necesidades. ¿Cómo conseguir la adoración perpetua al Sacramento, al mismo Dios presente en el Templo? Con la incorporación de un monasterio de la Orden Jerónima, comunidad muy afín a la Corona, cuya misión principal fuera la realización de esas continuas misas de difuntos [175]. En realidad, era una solución muy ensayada por los reyes castellanos, como demostró Chueca, y era una misión a la medida de esta orden.
Planta del convento de Sta. María de la Sisla, en Toledo (1384), donde se retiró el Emperador tras fallecer Isabel de Portugal.
San Juan de los Reyes, en Toledo (1476), patrocinado por Isabel la Católica con la intención de convertirlo en mausoleo real.
No debemos ver los palacios monacales como aditamentos a los monasterios, sino como parte integrante y fundamental de los mismos, «fundidos, o mejor confundidos, en una totalidad político-religiosa». Se trata hasta cierto punto de confundir la vida mundana y transmundana y de enterrarse en el mismo techo donde se ha vivido. El contenido funerario de estas fundaciones es fundamental para su comprensión: «El monasterio es una fórmula para dotar a las tumbas de un servicio activo. Los restos del personaje fallecido no quedan nunca solos, les rodea la comunidad orante que ruega por ellos» [176].
La totalidad de los cronistas escurialenses compararon a ambos reyes desde la década de los ochenta hasta mucho después después de la muerte de Felipe II [177]. El mismo padre Sigüenza, tras sus numerosas referencias al «salomonismo» de El Escorial vertidas en su Historia del Monasterio (1600), cinco años después publica una Descripción de El Escorial en el que dedica el capítulo XXII completo a marcar las diferencias con el Templo de Salomón, especialmente en el aspecto presupuestario: «La comparación y conferencia de este templo y casa con otros edificios famosos, principalmente con el templo de Salomón» [178]. Referencias análogas se encuentran también en los escritos de Almela, Porreño, Santos, Ximénez y Caramuel.
Creo que Felipe II quería subrayar con la utilización del esquema arquitectónico del Templo bíblico que la presencia real de Dios en las iglesias a través de la Eucaristía no fue una invención de Trento, sino que en la Biblia se mostraba que se puede adorar a Dios en su propia Casa en la Tierra, que su presencia en los templos no era sólo simbólica como propugnaban los protestantes.
En un biblista amante del Antiguo Testamento como era Felipe II no fue en absoluto extraño ese intento arcaizante de vuelta al pasado de intentar tomar como modelo arquitectónico la primera Domus Dei [179].
Buscar otras interpretaciones a la elección del Templo de Salomón no solamente es ignorar la interpretación más obvia, sino que no encaja en absoluto con la personalidad obsesiva con la religión y el providencialismo de Felipe II, suficientemente demostrados a estas alturas.
A nadie se le ha ocurrido hacer una interpretación diferente de la biblista a la significación salomónica de la Capilla Sixtina. Ha bastado con el encuentro de una inscripción de uno de sus arcos comparando a uno de sus promotores con Salomón y la aceptación de la prueba empírica más clara –sus medidas guardan la misma proporción que las del Templo bíblico– para admitir la hipótesis.
Pero nadie ha buscado interpretaciones mágicas en las imaginativas composiciones de Miguel Ángel en sus paredes y techos. Nadie ha confundido a Nicolás V, Sixto IV o Julio II con amantes de la magia o precursores de la masonería por inspirarse en el Templo de Salomón.
Bueno, que «nadie» lo haya hecho realmente es muy difícil de asegurar, porque algunos escritores de libros divulgativos o científicos son muy atrevidos y se dejan tentar demasiado por sus fantasías y sus ganas de pasar a la posteridad. Y a veces incluso por sus empeños de que determinados personajes parezcan ser lo que les gustaría que fuesen, para sus particulares vendettas con la Historia o con la Religión, atacándolos en una inútil ideologización que pretenden trascender al mundo actual.